Estos
avances confieren al material cada vez mejores atributos para conseguir
formas atractivas y una calidad única que puede ser capitalizada
por la creatividad del escultor”.
Ciertamente, para los artistas no es una materia fácil de trabajar
o proyectar, y tampoco, en su desnudez, ofrece texturas que levanten pasiones,
sin embargo, y a propósito de esta percepción, en un Foro
(¡Muerte al Hormigón!) que se suscitó hace unos días
en una página Web (todoARQUITECTURA.COM), los arquitectos que defendían
las cualidades plásticas de este poderoso medio de expresión
que es el concreto, vencieron a sus adversarios:
“En realidad, el concreto es uno de los materiales más importantes
en la arquitectura, tan importante como lo fue la piedra caliza para nuestros
antepasados; de verdad te invito a que investigues más acerca de
este hermoso material y principalmente que veas las maravillas que se
pueden hacer con el mismo, tales como las que han hecho los siguientes
arquitectos: Tadao Ando, Santiago Calatrava, Zaha Hadid, Zvi Hecker, Steven
Holl, Alvaro Ziza y otros más...”, aconsejaba en un tramo
del coloquio virtual (chat) un arquitecto guatemalteco a otro, español,
que pedía, incontenible: “¡fuera fachadas grises, llenas
de tristeza industrial”, refiriéndose al concreto.
Como el debate estaba abierto a todos los arquitectos de habla española,
en cosa de segundos intervino un argentino en la discusión, y sin
decir “agua va” envió una maravillosa foto de la Capilla
de Ronchamps, de Le Corbusier, con un escueto comentario al calce: “¡Qué
feo! ¿Verdad?”
En seguida, un arquitecto chileno remató con una frase lapidaria:
“El hormigón transforma la arquitectura en escultura, y aplicada
en muros genera espacios de fría, tosca, pero variada hermosura.
Pongo como ejemplo el uso que hace Tadao Ando del material en los muros,
con hormigón al desnudo. La parafernalia ya no existe y solo se
admira la simpleza en la forma y la purificación del gesto”.
En gustos
se rompen generaciones
“Cuando los escultores se vuelven arquitectos y los arquitectos
artistas, los materiales, por burdos que sean, se hacen más nobles”,
verdad que acaba de demostrar la exposición homenaje, en Bellas
Artes, a Eduardo Chillida, el megaescultor de origen vasco, fallecido
recientemente.
Chillida asombró a propios y a extraños con el Paseo el
Peine al Aire, en San Sebastián, con La Casa de Goethe, en Frankfurt
y con el Monumento a la Tolerancia, en Sevilla, para tomar sólo
unos cuantos ejemplos de la vastísima obra de este escultor fuera
de serie que tuvo al concreto como uno de sus materiales favoritos.
En 1989, para confirmar que en eso de las vocaciones no hay nada escrito,
Chillida fue nombrado Arquitecto Honorario por el Consejo Superior de
los Colegios de Arquitectos de España, dejando a plena luz una
obra escultórica que además de admirarse puede vivirse.
En cuanto a la suerte del concreto en México como material para
escultores y arquitectos, sólo puede reconocerse que fue pródiga.
A mediados del siglo pasado, cuando Luis Barragán domaba los paisajes
del Pedregal de San Ángel y Mathias Goeritz desempacaba sus monumentales
ideas de las Torres de Satélite, los escultores y constructores
se sirvieron con la cucharilla grande, en cuanto a obras de concreto se
refiere.
Basta detenerse en la obra del arquitecto Fernando González Gortázar
o en la del escultor Federico Silva para reconocer esta preferencia.
«Pero
conviene repasar esos momentos, y los que le precedieron, con mayor atención.
El pasado,
aún sin fraguarse
La historia reciente de la escultura mexicana (sobre todo la que transcurre
en las décadas de los años 50 y 60) ofrece luces y zonas
de penumbra. En esos años tiene lugar el difícil proceso
de ruptura generacional contra los artistas nacionalistas de la Escuela
Mexicana de Pintura, encabezada por los Tres Grandes, David Alfaro Siqueiros,
Diego Rivera y José Clemente Orozco, y que influyó decisivamente
en los motivos y propósitos, más políticos que artísticos,
de los escultores y arquitectos de los años 20 a los años
50 (Manuel Centurión, Ignacio Asúnsolo, Juan Olaguibel y
Fidias Elizondo son algunos representantes de este período).
José Luis Cuevas, Hersúa, Manuel Felguérez, Helen
Escobedo, Geles Cabrera, Tosia Malamud, Pedro Coronel, Waldemar Sjölander,
Gunther Gerszo, María Lagunes, Francisco Moyao, Ángela Gurría,
Mario Rendón y Sebastián…, son unos cuantos nombres
de un puñado de creadores que decidieron mirar hacia otros horizontes,
más allá de las fronteras del país.
Octavio Paz los señaló como “los personajes activos
de una silenciosa, a veces marginal, pero siempre vigorosa ruptura”.
Uno de los puntales de la Ruptura, como se verá más adelante,
fue Mathias Goeritz.
Con el término Ruptura se quería destacar a una corriente
múltiple que coincidió sin mezclarse con la última
generación del muralismo, y la cual se rebeló contra la
monótona temática de la Escuela Mexicana de Pintura y de
sus prototipos de nacionalismo, indígenas y objetos prehispánicos,
para llegar a lenguajes individualizados alejados de la forma y preocupados
por el concepto. Para esta generación, lo moderno significaba abrirse
a lo universal con nuevas formas y materiales, como el concreto.
Algunos de sus principales representantes optaron por el arte abstracto.
Y las posturas radicales, como las que mantuvo José Luis Cuevas,
en su momento fueron memorables. En 1956 declaró que fue “muy
acertado llamar a esta generación la de la Ruptura, porque efectivamente
todos abrimos nuevos caminos para el arte en México. A partir de
nosotros la plástica nacional sufrió un cambio y las generaciones
más recientes mucho nos deben por ello”.
La geometría
inspiracional
Las secuelas de esta Ruptura alcanzaron las orillas de este comienzo de
siglo con tendencias como el de la geometría, definida por Sebastián
como “una categoría superior del geometrismo…, consustancial
al temperamento de los latinoamericanos en general y de los mexicanos
en particular”.
El florecimiento de los artistas mexicanos geométricos se dio a
mediados de los años 60 y tuvieron como precursores a Rufino Tamayo,
Wolfang Paalen y Gunther Gerszo. Empero, fueron Feliciano Béjar,
Pedro Coronel, Mathias Goeritz, Juan Soriano, Jorge Dubón y Manuel
Felguérez, los que refrescaron la realidad con sus visiones más
abstractas, con una vocación constructiva, que cuaja con Helen
Escobedo, el propio Sebastián, Hersúa y Federico Silva.
En cuanto a lo que han dado en llamar Arte Objeto, sobresalieron como
representantes los artistas Pedro Friedeberg, el de las sillas doradas
en forma de mano, y Ángela Gurría.
Después de la década de los años 80, con las famosas
“Instalaciones”, las nuevas tendencias de la escultura y la
tridimensionalidad quedaron sumergidas en una nube de confusión
en la que ya cabe cualquier adjetivo, inclusive los más desproporcionados.
Según algunos críticos, el desdén hacia el objeto
artístico o hacia el papel del artista, y de paso hacia los sistemas
de comercialización y distribución, con todo y los museos,
las galerías, los concursos, las subastas y los apoyos oficiales,
han vuelto muy resbaloso el piso por donde se mueven las nuevas corrientes
artísticas. Nadie sabe en qué acabará toda esta historia,
y lo más grave es que a muy pocos realmente les importa.
Lo que sí interesa,
para efectos de esta nota, es que el concreto, en todas sus modalidades,
llegó para quedarse en la escultura moderna de México.
Y del lado
de los constructores, ¿qué pasó?
Después de la Revolución Mexicana hubo un auge constructivo
sustentado al comienzo por un desarrollo económico incipiente.
La ciudad entonces se sacudió las cenizas y el polvo de sus hombros
y creció urgida por el progreso que había pospuesto en las
décadas anteriores.
Con la aparición de nuevos materiales, como las estructuras de
hierro y el cemento, se empezaron a levantar edificios de varios pisos,
generalmente de corte comercial. En la memoria colectiva, el nombre de
los constructores empezó a grabarse. El principal de ellos, José
Villagrán, sensible a las escuelas de arquitectura que predominaban
en el mundo y famoso por su “Teoría de la arquitectura”,
desgranó sus pensamientos ante estudiantes que muy pronto darían
muchas construcciones de qué hablar.
Entre ellos estaban Juan O’Gorman, Enrique del Moral, Juan Legorreta
y Enrique Yáñez… quienes extendieron hasta sus límites
el evangelio del funcionalismo. Cabe recordar que bajo esta preceptiva
se levantaron numerosas viviendas, edificios públicos, escuelas
y hospitales.
El despegue
del concreto
Años después, en los 40, Carlos Obregón Santacilia,
Mario Pani, Enrique de la Mora, Augusto H. Álvarez, Juan Sordo
Madaleno, Francisco J. Serrano y Juan Segura, cambiaron el perfil de la
ciudad e inundaron los nuevos fraccionamientos con numerosas edificaciones
y viviendas, destinadas a una clase media y alta emergentes. Esta generación
se caracterizó por un gran dinamismo y por su compromiso social.
Una de las obras extraordinarias que les tocó terminar fue la Ciudad
Universitaria, un espacio integral donde decenas de arquitectos y artistas
plásticos tuvieron que colaborar codo a codo, cada uno con una
visión y con una necesidad de expresarse muy diversa. El concreto
se coló no sólo para las edificaciones, sino para satisfacer
las necesidades creativas de los participantes en esa construcción.
Influidos por los pintores muralistas y por los políticos de la
época, los arquitectos habían asumido sin reparos el nacionalismo
prevaleciente, bebiendo a largos tragos los valores de la arquitectura
tradicional.
Luis Barragán fue quien llevó este pensamiento a sus últimas
y más tamizadas consecuencias, y quien propuso, además,
una poética de los espacios que todavía embelesa a sus incondicionales.
Barragán supo integrar los nuevos materiales de construcción,
como el concreto, a sus proyectos, mientras concebía un nuevo lenguaje
arquitectónico que ha influido de manera vigorosa a las generaciones
siguientes.
Los arquitectos
se ponen al día
Entre tanto, con otras preocupaciones por los aspectos más técnicos
y formales de la arquitectura, como el diseño de estructuras de
concreto, se estableció otra generación de brillantes constructores,
encabezados por Pedro Ramírez Vázquez, Francisco Artigas,
Alejandro Prieto, Jorge González Reyna y Reynaldo Pérez
Rayón.
En restirador aparte, destacó en esta época el estructuralista
español Félix Candela, quien posibilitó con sus cálculos
matemáticos (paraboloides y toda una geometría fantástica
que todavía despierta exclamaciones de asombro) la creación
de templos, restaurantes, almacenes y edificios públicos de inusitada
belleza, aprovechando al máximo las propiedades del concreto (la
Iglesia de la Medalla Milagrosa o la Capilla del Altillo son dos muestras
de estas verdaderas esculturas “habitables”).
Con tales ejemplos, los arquitectos mexicanos de hoy en día son
muy apreciados en el entorno mundial. En los tiempos de la globalización
(léase, en medio de una competencia feroz), ganan concursos en
megalópolis tan importantes como Nueva York; el contrato que acaba
de firmar Enrique Norten, de Grupo Ten, para construir un edificio en
pleno corazón de Manhattan, ya no se ve como una hazaña.
Las tres tendencias
Una cantidad de propuestas, como la de Norten, están germinando
en las computadoras y restiradores de otros talleres y despachos de arquitectos,
marcando tendencias para una nueva generación que no acepta límites
a su creatividad ni fronteras a su actividad.
Aparte de estos jóvenes arquitectos, que no titubean en presentar
soluciones espaciales cercanas a lo inverosímil, de acuerdo con
la investigadora Louise Noelle, coexisten en México tres tendencias
que se mantienen intensamente prendidas en el candelero de la arquitectura
contemporánea.
Una de ellas es el
funcionalismo integral (asumido en la práctica por un buen número
de bancos, escuelas y edificios públicos), que se distingue por
levantar en la mayoría de los casos construcciones masivas, con
gruesos muros de concreto.
Abraham Zabludovsky y Teodoro González de León, quien merece
un subrayado especial por sus aportaciones al uso del concreto en los
espacios escultóricos (como el paseo que construyó cerca
de la UNAM), promueven sólidamente esta tendencia. En ese mismo
carril podrían circular, asimismo, los despachos de Francisco Serrano,
David Muñoz, Arcadio Artís y Orso Núñez.
Otra tendencia es aquélla en la que los edificios destacan por
su aspecto escultórico. Se basan en estructuras audaces con fuertes
trazos geométricos de inspiración prehispánica. Agustín
Hernández y Manuel González Rul son señalados como
los representantes de esta corriente.
La última tendencia es la arquitectura emocional, que, según
refiere Noelle, “se ofrece como una derivación de las propuestas
de Barragán, a la vez que se inscribe dentro del movimiento mundial
conocido como Regionalismo; las construcciones masivas de poca altura
ofrecen gruesos muros y emotivos espacios internos que se revisten de
ricas texturas y colores vibrantes, teniendo como principales actores
a la luz hábilmente dosificada y los jardines donde el agua se
emplea de manera expresiva”.
En este caso, Ricardo Legorreta “es el diseñador que ha sabido
trascender las propuestas iniciales de carácter doméstico,
logrando edificaciones de amplios espacios y funciones complejas. Esta
vertiente tiene numerosos adeptos, donde cabe señalar aquellos
que se acercan de manera creativa, como Antonio Attolini, Andrés
Casillas y Carlos Mijares, y en el campo del arte urbano y la arquitectura
del paisaje, Fernando González Gortázar, que destaca asimismo
como notable escultor, y Mario Schjetnan”.
En este rápido repaso de la arquitectura contemporánea,
basado en apuntes de la investigadora Louise Noelle, se puede apreciar
cómo el concreto, metro a metro, se ha ido integrando en los proyectos
y en el mundo que se está construyendo para mañana, con
perspectivas, visiones y resultados donde ya no es posible diferenciar
la escultura de la arquitectura y viceversa.
En las líneas que siguen se ofrece una galería de los más
destacados escultores que han intentado domar y expresarse con un material
particularmente difícil, pero más rico en formas y texturas
de lo que todos sospechaban.
RETRATO Y
GALERÍA
Las bienales, la Ruta de la amistad y el Centro de Espacio Escultórico.
Uno de los proyectos que se instaló durante los Juegos Olímpicos
de 1968, y que puso a México en el mapa de la cultura mundial,
fue la Ruta de la Amistad.
En esa década ya se celebraban en México, desde 1960, las
bienales de escultura, con la entusiasta participación de un buen
número de escultores locales que ya le habían perdido el
miedo a las formas y a los materiales, y el respeto al arte figurativo.
El público, además, ya se había habituado a la presencia
de este tipo de esculturas y las palabras arte cinético, abstraccionismo
o geometrismo habían dejado de erizar los cabellos.
Sin embargo, el paseo de las esculturas de gran tamaño, pertenecientes
a artistas de todo el mundo, sembradas a lo largo de los 17 kilómetros
del Anillo Periférico Sur —de San Jerónimo a Cuemanco-
sí causó un fuerte impacto.
Muchas de estas creaciones, que son de concreto policromado, se encuentran
ahora seriamente deterioradas, o peor, han sido engullidas por el entorno
urbano circundante, a pesar de las quejas de la ciudadanía y de
las buenas intenciones de las autoridades, que no se empobrecen por prometer
que las van a restaurar un día de éstos.
La masiva presencia de estas esculturas en el paisaje de la ciudad representó
entonces un claro ejemplo de lo que sucedía con el arte en otros
lugares de la tierra, a la vez que situaba a México en un lugar
preponderante en el exclusivo circuito internacional de la vanguardia
del arte.
En ese entonces, el coordinador del proyecto fue Mathias Goeritz, quien
escogió y erigió sobre sitios estratégicos las imponentes
esculturas de la “Ruta de la Amistad”, pensando quizás
que los automovilistas pudieran apreciarlas en todo su volumen, sin tener
que torcerse el cuello y/o chocar.
Hubo participación entusiasta de muchos países. Japón
estuvo representado por Kioshi Takashi; Francia, por Pierre Szekely y
por Oliver Seguin; Uruguay, por Gonzalo Fonseca; Italia, por Constantino
Nivola; Bélgica, por Jacques Moeschal; Holanda, por Joop J. Belton;
Israel, por Itzhac Danzinger; Marruecos, por Mohamed Melehi y México,
por Helen Escobedo, Jorge Dubón y Ángela Gurría.
Pero no quedó todo ahí, frente al Estadio Olímpico,
Germán Cueto levantó “El Corredor”, Alexander
Calder, delante del Estadio Azteca, su imponente “El Sol Rojo”,
y ante el Palacio de los Deportes, el propio Mathias Goeritz, su Osa Mayor,
de 15 metros de altura.
Otra gran convocatoria a la creatividad de los escultores fue el espacio
escultórico de la UNAM, en donde lucieron sobre el territorio agreste
del pedregal, como en ningún otro marco imaginable, las esculturas
monumentales de Hersúa (con una pieza de ferrocemento masivo),
Felguérez, Goeritz, Sebastián, Escobedo y Silva. Las obras
se aprecian como si fueran los restos de un naufragio, mirándolas
flotar en un mar inmóvil, sobre una lava oscura que no acaba de
endurecer.
El círculo del espacio escultórico es un monumento a la
naturaleza. El diámetro exterior mide 120 metros y el interior
92.78. Mirando hacia el centro, en disposición radial, hay 64 módulos
poliédricos de base rectangular de 9 metros por tres, con una altura
de cuatro. El conjunto quita el habla.
Germán
Cueto, un precursor incomprendido
Escultor, pintor, ceramista, diseñador de muñecos de teatro
guiñol y un artista que se equivocó de época, nació
antes de tiempo, Germán Cueto (1893-1975) introdujo la escultura
moderna, el arte abstracto y el empleo de materiales no tradicionales
en la escultura. Durante su estancia en Europa figuró entre los
artistas de la famosa Escuela de París y conoció de cerca
a los más inquietos y renovadores del arte contemporáneo,
como Lipchitz, Brancusi, González, Picasso, Laurens y Torres-García.
Toda su vida remó a contracorriente. En su juventud se vinculó
al Movimiento Estridentista, una utopía urbana que estaba inspirada
por el “futurismo” italiano y el “dadaísmo”,
comandado por el poeta Manuel Maples Arce, y secundado por Arqueles Vela
y Germán List Arzubide, donde inicia lo que se convertirá
en una constante de su obra: sus máscaras.
Cueto quiso dinamizar el cambio de percepción del arte moderno,
pero la incomprensión y la falta de aceptación de su obra
en el medio artístico lo condujeron al laberinto de la soledad.
Sus exposiciones en algunas galerías de arte de esta ciudad, acabaron
por desalentarlo, aunque siempre fue un artista renovador y nunca abandonó
sus experimentos de texturas y materiales, incluido el cemento y el concreto,
como puede verse en una pieza ubicada en Lomas de Plateros. Muchos escultores
famosos, y muchos discípulos enamorados de su vocación,
le deben a Cueto haber llegado tan lejos.
Ángela
Gurría, una vocación abiertamente materialista
Antes de convertirse en escultora, Ángela Gurría (1929)
había estudiado letras españolas en la Facultad de Filosofía
y Letras de la UNAM. Posteriormente, en plan autodidacta, se dedicó
a la escultura. Para perfeccionarse acudió al México City
College, con el maestro Germán Cueto.
Posteriormente encontró trabajo en la fundición de Abraham
González y en los talleres de Mario Zamora. Durante seis años
estuvo bajo la tutela del maestro Germán Cueto, quien sembró
en ella la previsión de no abandonarse por completo al arte abstracto.
Por eso en su obra siempre hay un gramo de referencia con la naturaleza.
hispánica,
y para celebrarlo con su propia interpretación hizo acopio de toda
clase de materiales, desde piedras duras hasta metales, con los que logró
integrar de manera extraordinaria a la escultura con la arquitectura y,
de paso, al lugar en donde debía ubicarse, para que todo encajara
armoniosamente.
Por lo regular, sus obras son de talla monumental, lo cual constituye
su sello distintivo, ya que algunas de sus obras alcanzan alturas que
van de los 30 hasta los 100 metros (las pequeñas son de 13 a 15),
como las impresionantes torres escultóricas del Monumento a los
Trabajadores del Drenaje Profundo, en Tenayuca, Estado de México,
que alcanzan una elevación de 14 y 30 metros sobre el nivel de
la plataforma.
De sus creaciones más importantes, destaca su contribución
a la Olimpiada Cultural de 1968, inicio de la Ruta de la Amistad, su Homenaje
a la ceiba, 1977; Espiral Serfin, 1980 y El corazón mágico
de Cutzamala, 1987.
Ángela Gurría recibió el Premio del Instituto de
Arte de México, reconocimiento al cual le seguirían el Primer
Premio de la III Bienal de Escultura (1967), y la Medalla de Oro de la
Academia delle Arte del Lavoro de Italia, que le fue concedida en 1980.
En una ocasión se definió a sí misma como “geométrica,
abstracta, figurativa, según lo requiera el espacio…”
Helen Escobedo,
del tingo al tango
De padre mexicano y madre inglesa, Helen Escobedo crece en la Ciudad de
México. Intenta las Humanidades en la Universidad Motolinia, pero
el llamado del arte la guía a tomar sus primeras clases de escultura
con Germán Cueto en el ya citado México City College. Ese
mismo año arma sus maletas y parte para Londres, ya que recibe
una beca para asistir al Royal College of Art. Cuando regresa presenta
su primera exposición individual en la Galería de Arte Mexicano.
Pasan diez años y abandona el bronce para investigar nuevos materiales
plásticos, experimentar otras escalas, y abordar un funcionalismo
incorporado (luz y/o sonido) a sus formas escultóricas, como su
Pez Radio.
Mathias Goeritz aparece en su vida y la orienta hacia la integración
de su trabajo escultórico con la arquitectura. Escobedo produce
una serie de paneles policromados de dos y tres metros que hace llamar
“Muros Dinámicos”. Goeritz se entusiasma con los paneles
y la invita a participar en La Ruta de la Amistad.
Para ello diseña y construye Puertas al Viento, una obra en concreto
de 17 metros de altura que fue colocada en Cuemanco, en un extremo del
Periférico Sur.
Interesada por el impacto de las obras urbanas, inicia una búsqueda
en torno a la escala humana y los espacios desplazados por sus intervenciones
plásticas. Esta investigación la lleva a la integración
del arte y el espacio para terminar en la creación de ambientes
parciales y totales que hace llamar “Instalaciones Permanentes”
y “Efímeras”, así como obras urbanas de carácter
permanente.
En esos años, comienzos de los 60, ocupa el puesto de Jefe de Artes
Plásticas del Museo Universitario de Ciencias y Artes en la UNAM.
En 1974 se convertirá en la Directora de Museos y Galerías
de la UNAM, con la administración de la Galería Universitaria
Aristos y el Museo del Chopo, en el Centro y el Norte de la Ciudad de
México, respectivamente.
En 1978 se suma a otros cinco escultores, Hersúa, Felguérez,
Sebastián, Silva y Goeritz, y se dedica al diseño y supervisión
de El Espacio Escultórico de Ciudad Universitaria. El grupo funda
en 1980 el laboratorio de Investigación de Arte Urbano.
Manuel Felguérez
Otra de las figuras claves de la pintura y la escultura mexicana de la
segunda mitad del siglo XX es Manuel Felguérez, quién abandonó
Zacatecas siendo un niño.
En la ciudad de México, el artista se desespera durante algunos
meses en San Carlos. Sin embargo, no le gusta el ambiente y prefiere viajar
a Europa. En París es admitido en el taller del escultor y grabador
Ossip Zadkine. A su regreso trabaja un temporada con el escultor, grabado
y pintor Francisco Zúñiga.
En 1958 cambia el cincel por los pinceles. La pintura abstracta de Felguérez
impresiona a todos por su sentido de la composición, del color.
Sin embargo, dos años más tarde, renunciaría al color:
sólo usa el blanco y el negro.
En la década siguiente, además de participar en las bienales
de París, Tokio y São Paulo, construye su famoso Mural de
hierro en el cine Diana, que suscita enconadas polémicas entre
sus admiradores y denostadores. Más adelante, en el Deportivo Bahía,
realiza un mural recamado con conchas de ostión, abulón
y madre perla sobre concreto.
Una de sus obras más famosas es su escultura mural La invención
destructiva en el edificio de la Confederación de Cámaras
Industriales de México, donde Felguérez revela su maestría.
Federico Silva,
el flechador de su obra
Calificado como “un guerrero incansable de las artes y la política,
renovador de lenguajes y estructuras, explorador de tecnologías
y movimientos estéticos, y actor determinante del arte mexicano
en la segunda mitad del siglo XX”, Federico Silva es un ícono
para los escultores de la nueva generación.
Un amigo de Silva recuerda que después de haber instalado una exposición
de sus obras pictóricas, el autor decidió descolgarlas y,
ante el azoro del público, procedió a flecharlas y destrozarlas,
manifestando así su renuncia a la práctica de la pintura
tradicional.
En los inicios de la década de los años 70, Silva construye
artefactos escultóricos cinéticos, luminosos y sonoros.
Y después de su incursión en el cinetismo, participa en
la creación del Espacio Escultórico de Ciudad Universitaria.
En los años 80 practica la escultura pública en diversas
plazas y desarrolla un lenguaje plástico enraizado con el pasado
indígena de México.
En la actualidad, valiéndose de la geometría, sus figuras
tótem hacen evocar el pasado prehispánico. Silva crea monolitos,
figuras y serpientes pétreas que anuda a los edificios, jardines
y espacios públicos.
Para Silva “el arte no es sino una gran pasión inspirada
por el amor, la muerte, el erotismo, la búsqueda de Dios o el diablo;
un artista no puede hacer de su obra una reproducción de productos
mercantiles. El creador es ante todo un creyente”.
Mathias Goeritz,
el gigante del Eco
“Era un hombre lleno de contradicciones, de dudas y de pasiones.
Un hombre de una enorme alegría, con muchos miedos y opuestos,
precisamente lo indefinible... medía casi dos metros de alto, tenía
una figura impresionante y un sentido del humor enorme. Para la gente
que lo conocimos su figura es inolvidable”.
Ferruccio Asta, el curador de la exposición de su obra en San Ildefonso,
retrató con esos términos a su amigo Mathias Goeritz, el
artista originario de Danzig, Alemania, que llegó al país
a finales de los años 40 y se quedó a vivir en la Ciudad
de México hasta su muerte en 1990.
Pintor, arquitecto, escultor, diseñador, urbanista, filósofo,
literato, poeta, crítico de arte y promotor cultural, Mathias Goeritz
llegó invitado por la Universidad de Guadalajara para incorporarse
a su planta docente en 1949. En esa ciudad presentó por primera
vez en México su obra pictórica y organizó exposiciones
de artistas como Moore, Cézanne, Lautrec, Renoir y Klee.
El restaurador de su obra no contiene su emoción: “Todos
los días, muchos millones de mexicanos nos damos a la tarea común
de rellenar el Periférico con nuestros autos. Eso es algo fácil,
pero que tal si una mente artística se le ocurre llenarlo de cosas
más bellas y útiles para calmar los impulsos de los animales
de cuatro ruedas y, mejor, que tal que el gobierno no se lo impide. Entonces
sucedería lo que debe suceder.
El espacio urbano se transformaría en exposición y experiencia
visual. Mathias Goeritz poco a poco separó espacios para mostrar
la belleza de la ciudad, influyó en Barragán para construir
Las Torres de Sátelite, confabuló con Sebastián para
crear el Espacio
Escultórico, participó y planeó La Ruta de la Amistad
-que pronto será restaurada-, invocó al Animal del Pedregal
y hasta se dio el lujo de sembrar La Osa Mayor. La obra de Goeritz es
muy variada, va desde los rezos plásticos hasta la más concreta
de las poesías, con lo cual constantemente infiltra la belleza
en el gris pellejo asfáltico de la ciudad.”
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