La insoportable pobreza de nuestras construcciones |
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Richard Buckminster Fuller. Son muchos los factores que inciden en esta baja calidad, que es endémica
en nuestra historia contemporánea y que suele ser casi siempre pobremente
explicada. España no es un país exportador de patentes en el sector, y nuestro
futuro, a medida que la construcción se divide en productos cada vez más
manipulados, con mayor valor agregado, es decir, con nueva repercusión en
el sistema de transportes, es el de convertimos en un país receptor de esas
patentes. En los últimos tiempos se ha producido un desplazamiento en el valor de
lo construido, de modo que la estructura y todo lo que se llamaba «obra
gruesa» es menos representativa o responsable del valor o, si queremos, del
ahorro en una construcción determinada. Desde aquellos tiempos de posguerra en los que engañar en las
dosificaciones o en las cuantías podía significar algo, hasta nuestros días,
en los que la cocina y los baños pueden ser los productos más caros del
construido, han cambiado muchas cosas. La tabiquería, los cerramientos, las
instalaciones, es decir, los elementos de la piel, son más costosos que el
esqueleto. Pero volvamos a nuestro tema; me preocupa la calidad. Si el futuro de la
construcción es el de un mecano abierto y ésta se nutre de importaciones,
cabe esperar que la calidad vendrá marcada por estos productos homologados
en Europa. El consumo y la competencia influirán entonces en las pautas de un sector
rígido y esclerótico. ¿Sería bueno desear lo que antes se llamaba
colonización tecnológica, una nueva romanización desde el centro de
Europa o de los países anglosajones? No es un descubrimiento que nuestra integración en los mercados
exteriores, la apertura de todo el sector incluida la eliminación del
absurdo proteccionismo de los colegios profesionales, es positiva. Sigo preguntándome por qué no han aparecido en nuestro país las
empresas de construcción extranjeras, las grandes o las pequeñas. ¿No
entienden nuestros sistemas de bajas en concursos?, ¿o de proyectos reformados?, ¿o
quizás el descaro con el que se pide frecuentemente desde la administración
que los duros cuesten cuatro pesetas? Entendiendo ellos, los
administradores, que es un éxito «político» llevar hasta las cuerdas a
una empresa, pensando, en un extraño guiño, que los administrados pueden
agradecerlo. Forzando, por otra parte, a estas empresas –de las que viven
tantas familias– a perder dinero, quizás porque los de «arriba» ganan. Del
franquismo han heredado todos los políticos, incluidos los de derecha, un
odio ancestral a la gran empresa. España es un país en el que la
administración –y el funcionariado dentro de ella– cumple sociológicamente
un papel particular y más aún pensando en la importancia que la obra pública
ha adquirido tradicionalmente como motor de la economía. Pero
la culpa no la tienen sólo los funcionarios o los políticos, aunque cabe a
estos últimos parte de la responsabilidad de corregir nuestros males. Las
empresas, es decir, la parte de sociedad civil comprometida en el sector, ha
desarrollado una visión muy oportunista de su papel en el proceso. Sin
duda, también pesa el enorme valor que el precio del suelo representa en la
construcción del sector privado. Pero allí donde no hay valor de repercusión
de suelo, yo echo de menos, de nuevo, empresas creadoras, capaces de
invertir en soluciones y productos, es decir, de pensar en consolidar una línea
firme, arriesgando hoy para los beneficios futuros. La
pregunta inmediata es si los sistemas de adjudicación públicos o privados
son capaces de distinguir y valorar los esfuerzos técnicos realizados. La
respuesta es no, salvo muy contadas excepciones. Hemos pasado de la
adjudicación a dedo a una gigantesca corrupción enmascarada de cientos de
concursos y licitaciones en los que las empresas se encuentran como náufragos
en temporales, intentando, por todos los medios, pescar su propio
salvavidas. También
pienso que para ganar hay que arriesgar y contar con la «incomprensión»
de la administración como un punto más de partida. Todo
lo que no sea potenciar la invención es una rendición a corto o largo
plazo. La
España de los años cincuenta y sesenta, aunque por otros motivos, está
llena de historias de inventores, de gentes que pretendían suplir las
carencias que nos provocaba nuestro aislamiento internacional. Ingenieros y
arquitectos tenían a gala, en cada obra o desde los centros de investigación,
el enseñar sus «inventos», sus soluciones y sistemas constructivos. Bien
es cierto que el aislamiento político y nuestra debilidad económica nos
hacía ir a remolque de las tendencias europeas y que el gran crecimiento de
los años sesenta no fue dirigido desde arriba correctamente para organizar
el sector, muy al contrario, se «entregó» a las empresas. Hoy
lo pagamos. Nuestro sector de
la construcción está «fofo»
y descalcificado. La
empresa también ha cambiado mucho desde aquéllas, de carácter familiar,
con operarios que envejecían cumpliendo su papel con una enorme fidelidad,
hasta la actual visión financiera y anónima administradora de
subcontratas. Todas
estas características, aún apuntadas en desorden, no sirven tampoco para
justificar la baja calidad de lo construido. Cuando se viaja por Francia, como yo
hago ahora mientras escribo este artículo, se comprende que la tradición
culinaria no se improvisa; son necesarios años, siglos, en los que el nivel
se perfecciona y los márgenes de tolerancia se hacen claros y estrictos. España
ha construido tradicionalmente mal y pobremente. No pienso remontarme a la
historia más antigua, pero es evidente que nuestro país ha asumido las técnicas
góticas, renacen-tistas, barrocas, ofreciendo, salvo contadas excepciones,
una visión más pobre y reducida de la equivalente en otros países. Nunca
hemos tenido un Brunelleschi, sin olvidar que disponemos de Vandelvira y
Herrera. El
París del XVIII, con su lujosa estereotomía, o la gran Roma Barroca, con
su riqueza formal, están ahí presentes en nuestra memoria, aunque a
nosotros nos interese sólo en estas notas lo construido recientemente para
poder obtener alguna conclusión. Lo
cierto es que la calidad no se improvisa y que es la costumbre la que hace
intolerables en otros países determinados acabados que para nosotros pueden
ser de consumo común. Son,
por lo tanto, muchos los factores necesarios para que un buen nivel se
imponga en la construcción: las exigencias del usuario o la propia dignidad
del resto de los participantes. Con
frecuencia se alude al precio, a la necesidad de entrar en los límites de
solvencia de la demanda o de lo establecido desde la administración, que
cumple un papel orientador en el sector y que habría que analizar más a
fondo.
En la construcción de promoción privada seguimos aceptando que los
beneficios, el precio del suelo, sean los fundamentales en el proceso. Y,
desde esta referencia, se han fijado los patrones de calidad de la
construcción. Sabemos
claramente que en este sector y en muchos otros se incumple sistemáticamente
la normativa. Ningún cerramiento exterior, por ejemplo, puede garantizar
una amortiguación acústica mínima. Lo impide la baja calidad de la
ejecución y la existencia generalizada de persianas contenidas en horribles
cajas que rompen cualquier intento de aproximación a lo establecido. Si
se exigiera una aplicación estricta de la normativa, muchas cosas cambiarían.
No se podría construir con ese tipo de persianas, sería necesario pensar
en carpinterías adecuadas y, por supuesto, también habría que poner en
cuestión los muros de ladrillo de medio pie en el que se ejecutan estos
huecos mal apoyados y peor adaptados a los encuentros y detalles necesarios
para conseguir una mínima calidad. El
desasestimiento en que se encuentran el técnico, el usuario y el
constructor, es enorme. Si
algunas conclusiones se pueden sacar de estas ideas, una es la necesidad de
potenciar centros como el I.E.T.c.c., estableciendo unos controles
singulares sobre lo construido, intentando sacar conclusiones válidas y
disponiendo del poder para aplicarlas con gran rapidez. Sigue
pareciéndome grotesca la existencia de una norma de ladrillo que no dedica
ningún dibujo a los muros que realmente se construyen y en cambio sí lo
dedica, con profusión, a un tipo de fábricas inalcanzables en el pobre
nivel que generalmente se acepta. En
los últimos tiempos estamos asistiendo a una tendencia antinatural, la de
armar fábricas de ladrillo para impedir defectos que se deben sólo a su
pobre utilización. El
ladrillo es un material muy noble que sólo debe ser empleado con los
espesores y los medios que las viejas tradiciones marcaban. El
mismo concepto de medio pie de ladrillo entre estructuras cada vez más
perfectas y elásticas es una aberración que debería prohibirse. La
realidad es que hoy los gabinetes de control están emitiendo informes, que
con sólo ver las grietas o las fisuras existentes bastaría para explicar
lo más obvio como es la tolerancia normativa y administrativa que consiente
la utilización de técnicas de construcción tan pobres y caducas, tan en
el límite, destruyendo la tradición constructora secular del ladrillo, un
material que probablemente no puede ser utilizado en construcciones económicas
sin el riesgo de encontrarse, en poco tiempo, con patologías de todo tipo.
El apoyo de estas débiles hojas sobre angulares metálicos es necesario,
pero absurdo; su armado, aún peor. Se desconocen también los efectos de
estos medios pies de cerámica con proyección de aislamiento en el intradós
y que son, sin capacidad de disipación de temperatura hacia el interior,
auténticos colectores solares que alcanzan enormes temperaturas y que
contribuyen a todos los efectos enunciados. Si
me he detenido en este problema particular es porque me parece un ejemplo
muy significativo de la situación general a la que vengo aludiendo. ¿Serán
los seguros (misterioso tema) los que contribuyan a poner las cosas en su
sitio? ¿Los profesionales? Desde luego, no los colegios, particularmente
los de arquitectos, que se preocupan más por sus cotas de poder. ¿Los
constructores, por escapar del incendio? El
Estado vive en aparente ignorancia, hablando de bajar el precio de los
servicios, que relaciona con la inflación, olvidando que el mayor factor
inflacionario es el suelo y que el desarrollo de unos servicios técnicos,
el fortalecimiento del sector de investigación dedicado a la construcción
es una fuente de ingresos y significa una importante reducción de
importaciones, buscadas por su calidad a través del consumidor. La riqueza
de los países europeos más desarrollados es su búsqueda de ideas, su
investigación como un punto de partida irrenunciable. Italia ha sido
tradicionalmente un país rico en patentes. Cuando juzgamos a nuestros
vecinos, ignoramos su capacidad exportadora y su inventiva. En
oposición a todas las teorías económicas, y mantenidas en nuestro país,
yo sostengo que el grado de desarrollo del sector se debe medir por la
inversión en ideas, técnicas y control en relación con el precio directo
de producción (o como se le quiera llamar en el metalenguaje económico),
del objeto producido. Lo
que cuesta de un ordenador es su inversión en diseño inicial, en su
comercialización. Es más importante el marco que el cuadro y así parece
que debe ser en las construcciones en el futuro. Mi
experiencia en el extranjero es que la suma del costo de todos los técnicos
implicados en el proceso de una construcción puede alcanzar más de 10 por
ciento del total, a veces 15 por ciento, cifra inalcanzable en España, en
donde permanece la tradición del mayor peso relativo de la mano de obra.
Nada más ajeno a la realidad que esta visión de la construcción,
olvidando, como decía al principio, el traslado del valor a otros capítulos
y la pérdida de importancia de los aspectos estructurales. Construimos
mal por muchas causas, algunas ya apuntadas, mala tradición, ausencia de
control, visión anticuada de los procesos industriales, poca o ninguna fe
en la industrialización de la construcción y guerras intemas entre todos
los implicados en el proceso. Existe
un pequeño pueblo en la Normandía francesa que se llama Bécherel; era un
pueblo abandonado hasta 1989 cuando unas personas decidieron ocuparlo y
colocar en él librerías. Hay 13 o 14 de ellas, con libros nuevos y viejos.
Uno de los libreros me explicaba que todos se llevaban bien, el éxito de su
vecino era el suyo, todos daban fama al pueblo, triunfar sobre los demás
sería la desaparición del conjunto. Recuerdo,
hace tiempo cuando empezaba mi profesión, que asistí en el Instituto
Torroja a unas reuniones en las que se intentaba poner de acuerdo y lanzar
una asociación de empresas dedicadas a la industrialización de la
construcción. Todas se veían como enemigas, ninguna entendía la necesidad
de hacer avanzar aquella asociación entre todos y guardaban entre ellas estúpidas
patentes y secretos industriales que hoy, vistas en la distancia, parecen más
dramáticos. Nuestra
pobre construcción es resultado de toda esta desorganización organizada La
obra pública o la edificación industrial sufren similares problemas. Salvo
excepciones, se fabrican toneladas y toneladas de concreto en obras de baja
calidad y aspecto. Hablar de resultado funcional es absurdo, no es así en
ningún país desarrollado europeo. Superados los aspectos estructurales,
que en 90 por ciento de los casos los resuelve un niño, véase el brillante
artículo de Manterola en la revista Informes de la construcción No
456-457, en el monográfico de edificios en altura, lo importante de estas
obras empieza a ser el impacto en la ciudad o en el paisaje. España,
por encima de su patrimonio histórico, posee un patrimonio paisajístico
difícil de igualar. Las
migraciones internas de los años del desarrollo despoblaron el campo y hoy,
que habría la posibilidad y el deseo de volver con la segunda vivienda al
campo, afortunadamente las leyes urbanísticas establecen un control dificil,
en general, de saltar. Los
espantosos polígonos industriales o los pasos subterráneos de las ciudades
deben ser controlados en su diseño e impacto, por encima de la solución
funcional adoptada para la que siempre existen tantos caminos. Con
frecuencia la opinión pública perdona a la ingeniería, lo que no hace con
la arquitectura. Hoy, cuando estos límites son más difusos, es preciso
exigir igual calidad a todos los sectores. Qué decir de la horrenda
influencia de Calatrava y de los inventos ya inventados de su obra que ahora
se copian como cromos. ¿Cuál
puede ser el futuro? Tenemos dos soluciones; esperar pacientemente una
colonización de los países más civilizados o establecer un plan y una
serie de reuniones, congresos, etc., que permitan dar las directrices de un
futuro más organizado del sector. Los
controles de calidad, el seguro obligatorio único, la potenciación de
institutos u organismos asesores e investigadores, la publicación de
manuales y recomendaciones de mejor calidad, el estudio de un sistema de
difusión y comunicación interno potente y otras muchas ideas similares
deberían ser estudiadas y analizadas seriamente. Pero
nada de esto valdría si no se acompaña de unos estudios que sirvan para
centrar los objetivos y las repercusiones económicas de un sector tan
importante en nuestro país y tan entregado al beneficio inmediato, egoísta
y desorganizado. Quizás
al I.E.T.c.c. le corresponda dirigir unas reuniones y recursos del Estado
con este objetivo, retomando un papel de liderazgo hoy perdido. Pero
no sólo esto es necesario, también la prospección continua del futuro de
la construcción. No olvidemos que construir es ensamblar y
que en el futuro así será el modo de proyectar gran parte de la obra. Es
necesario, por lo tanto, pensar en el futuro y en estos mecanos que serán
las construcciones. Coordinar estudios de compatibilidad y nuevos materiales
y ver las posibilidades que los futuros usuarios puedan tener en su mano,
adelantándose en el tiempo. Es
necesario estudiar las posibles alternativas al actual sistema de construir
y promover y trasladar a la administración estas fórmulas que deben, por
lo tanto, cambiar los sistemas de adjudicación y contratación. Es en esta
rigidez donde es posible encontrar muchos de los males que hoy sufrimos. Toda
normativa debe ser un acicate hacia la evolución y debe reflejar la
realidad socioeconómica de la sociedad hacia la que se construye. Una
de las características más importantes de la construcción futura será,
sin duda, la ampliación de los márgenes de deformación y tolerancias
entre materiales, como ocurre con la industria convencional. Hoy pagamos una
pesada tradición, la de la construcción tradicional masiva, que debe ser
compatible con estructuras elásticas y materiales modernos, construcciones
convertidas en algo ligero, elástico y a la vez cristalino. El resultado
está en la calle y es lo que las hace insoportables. Debemos
trabajar e investigar, buscando aplicar las tecnologías que ya existen
–pero que no se emplean– en el sector de la construcción. Los estudios
de transferencia tecnológica son fundamentales para acortar el tiempo desde
la invención a su aplicación. R.B.
Fuller siempre hacía referencia a este desfase. Los inventos sobre
materiales y técnicas suelen tardar más de 50 años en recorrer la
distancia hasta llegar a este pesado y esclerótico mundo de las
construcciones. Sin embargo, el futuro de la construcción está ligado a una más rápida
transferencia de los conocimientos de un sector a otro y al abandono de las
actuales fórmulas de construcción. Del
mismo modo que se ha producido un desplazamiento del valor desde la obra
pesada a la ligera de acabados y envolventes, debemos pensar que el futuro
nos puede traer un sistema híbrido de construcción tradicional e
industrial de gran nivel que hará innecesaria la participación de empresas
o mano de obra en los procesos de acabados. Podría y debería ser normal el
reciclaje de elementos de fachada o de compartimentación. Lo mismo que de
equipos o instalaciones. La
división de la obra permitiría, de este modo, fragmentar un sector que es
demasiado amplio. Los controles de calidad y las responsabilidades se
adjudicarían a cada fabricante y el proyecto se enfocaría hacia la máxima
compatibilidad de elementos. Es cierto que para estos cambios no está
preparada ni la administración ni las normativas. El
gran reto estaría entonces en intentar definir un perfil realista del
futuro próximo y más lejano que permita coordinar políticas más
generales. Parece absurdo no abordar estos estudios cuando los planes y los
estudios macroeconómicos son clave en la política de las sociedades
occidentales. Seguir utilizando la construcción como un sector muelle
contra el paro es un sistema para contribuir a elevar la inflación,
alimentando un proceso especulativo y un sistema para crear masas de mano de
obra dependientes de los vaivenes de las circunstancias políticas y económicas. Pero
no hay que preocuparse, si no lo hacemos nosotros, lo inventarán ellos. Este artículo se publicó en
Informes de la Construcción y se reproduce con la autorización del
Instituto Eduardo Torroja.
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Resumen:
Una aguda crítica a la
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Instituto Mexicano
del Cemento y del Concreto, A.C. |
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